LA INVASIÓN DEL RUIDO
Por David Roca Basadre
Lima es particularmente ruidosa. Y estos tiempos de fin de año se convierte en un verdadero infierno. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS), el límite máximo establecido para una zona urbana es de 55 decibeles, y sin embargo el Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA) detectó más de treinta puntos de Lima y Callao en los que se sobrepasan largamente los 70 decibeles.
Hay una costumbre del ruido que alcanza a todos los espacios de la vida cotidiana, una costumbre horrorosa que nace desde la infancia entre los sectores mayoritarios, sobre todo, donde se vive en medio de megáfonos y música a todo volumen invadiendo hogares, restaurantes, cafés, mercados, transporte público. Este último es el causante de que en algunos lugares, merced a los motores, las bocinas, los voceríos y la música estrepitosa se llegue en algunas zonas a niveles entre 75 y 110 decibeles.
Uno trata de encontrar un lugar donde tomar un café y el conversar sea una posibilidad abierta, y se encuentra con televisores encendidos agrediendo nuestros oídos y personas que, o gritan o se miran como momias sin tener nada que decir, y uno se pregunta si se trata precisamente de eso.
Las fiestas o reuniones en los barrios populares son lugares de griterío donde alternar es casi imposible sin dañar la garganta. Personalmente, trabajé casi diez años de mi vida más joven como promotor social en un barrio popular y el cariño me llevó incluso a intentar afincarme con aquella comunidad en la que tan bien me sentía. Me espantaron las radios encendidas a todo volumen desde la horas más tempranas y hasta bien entrada la noche que impedía absolutamente mi capacidad de concentración.
Tanto ruido solo puede obedecer a la necesidad de evasión, a la imposibilidad de comunicarse o al temor de estar frente al otro o ante su propio mundo interior. Una sociedad que vive tan ajena a sí misma, soñando con ideales de vida ajenos, abrumada por una publicidad que obliga a la adquisición compulsiva de objetos inservibles en muchos casos pero destinados todos a parecer lo que es imposible ser cuando se ha perdido completamente la identidad y el sistema educativo no es capaz de forjar alguno, necesita huir de sí misma y ahogarse en la contaminación sonora que termina generando sistemas nerviosos agotados, conflictivos, generadores de espíritus perdidos en el nadir de la indiferencia o la violencia, y con la sola necesidad de pasar la hoja para llegar al día siguiente.
El educador Constantino Carvallo Rey escribe que “teme la soledad quien tiene algo interno que inquieta y perturba, algo que se desea acallar o confundir con la bulla o la vida colectiva. (Este) tiene miedo del silencio, le incomoda, no sabe estar solo porque al estarlo pierde toda compañía y no aprendió a acompañarse”.
La gestión de la alcaldesa de Lima, que tan buenas iniciativas tiene – y que solo la mezquindad y la codicia quieren interrumpir abusando precisamente de la soledad de todos los miles que se refugian en esos ruidos – debiera iniciar una sabia campaña contra la contaminación sonora como parte de sus prioridades. No solo para salvar nuestros oídos en una ciudad con alta incidencia de problemas auditivos, no solo para salvaguardar los sistemas nerviosos y – de esa manera – contribuir en la lucha contra la violencia, sino que por lo que también dice Carvallo, por lograr en nuestros conciudadanos “esta capacidad de sumergirnos en las regiones hondas del alma que constituye (…) uno de los signos más importantes de madurez dentro del desarrollo emocional.”
La convivencia social puede obtener grandes e imperecederos logros si se lograra que el silencio sea considerado un valor, una virtud y renazca la capacidad de conversar, de dialogar que desarrollan también la inteligencia y construyen el buen vivir.